Thursday, April 06, 2006

DÍA DE ELECCIONES

“Santiago, Oviedo, Santander y Vitoria”. Cuando mi madre me llamó para comer, ya llevaba un buen rato despierto en la cama, oyendo cómo mis vecinos argentinos recorrían la geografía española delante de algún mapa mientras yo intentaba despegar mi lengua del paladar. Vencida la pereza, me senté en la cocina, inapetente y sediento ante el suculento plato dominical que había preparado mi madre. Mis padres charlaban sobre la gente que habían encontrado en el colegio electoral y después especulaban sobre el sentido del voto de cada uno. Yo estaba sumido en mis pensamientos recordando la noche anterior -en la que las chicas me parecían cada vez más jóvenes –e intentando disimular el penoso esfuerzo que me suponía hacer avanzar a la comida a través de la garganta.“¿A quién vas a votar? Yo no había guardado ninguna papeleta de los envíos postales de propaganda electoral, así que mi padre rebuscó entre los papeles y recibos amontonados encima del frigorífico y me tendió un sobre con la papeleta del partido del que era votante, a lo que mi madre respondió negando con la cabeza y yendo a buscar otro del partido al que votaba ella. Esperaba algo más de proselitismo, pero la discusión que acompañó al despliegue de papeletas degeneró en algo que nada tenía que ver con eso y que no se zanjó hasta el postre. Antes de irme a votar, para darle gusto a mi padre, introduje el voto en otro sobre, ya que él estaba convencido de que los sobres de cada partido eran distintivos y que cualquiera podía averiguar el sentido de tu voto sólo mirándo las letras impresas en los mismos.

Subí las escaleras del colegio palpabando cada bolsillo uno a uno hasta que finalmente di con el carnet de identidad. Después de dar unos pasos por el pasillo leyendo las hojas que indicaban en qué mesa debía votar, entré en una de las clases. Me puse en la cola de votantes. Imperaba un silencio absoluto. Todos miraban a un hombre de mediana edad que se encontraba en frente de la urna, lo cual parecía no molestarle en absoluto, a juzgar por su gesto de aprobación y su sonrisa de satisfacción. Detrás de la urna, dos mujeres y un hombre –las vocales y el presidente- sentados en sillas sólo un poco más grandes que las de párvulos, revisaban papeles con las piernas alargadas para no hacer chocar sus piernas contra el bajo de los pupitres. La cola no avanzaba. Miré alrededor. Primero, por la ventana al patio en el que tantas veces había jugado cuando era alumno de la ikastola. Las porterías de fútbol bajo las que había pasado tantos recreos habían desaparecido, pero allí seguían las canastas con sus tableros de madera astillada. Después, a una pared de la clase que contenía dibujos de alumnos y cartulinas escritas por la maestra, con frases en euskera que se utilizaban habitualmente pero que eran incorrectas atravesadas por una x y la forma apropiada debajo. En otra, había un mapa con las provincias de Bizkaia, Gipuzkoa, Araba, Nafarroa, Behenafarroa, Lapurdi y Zuberoa con sus capitales correspondientes subrayadas.
En la cola, los que llevaban ya tiempo esperando empezaron a explicar a los recién llegados las causas del parón. Las primeras muestras de impaciencia en forma de suspiros se convirtieron en poco tiempo en clamor generalizado. “¡No hay derecho!” Todo el mundo estaba, al parecer, atareadísimo los domingos por la tarde. Pensé en que la próxima vez sería más cómodo votar por correo, lo cual me llevó a deducir que se escrutaban votos de gente que había votado por correo y había fallecido antes del día de elecciones, una razón supersticiosa que hizo que desechara la idea.
De pronto, irrumpió una mujer diciendo que iba impugnar la mesa electoral. La maestra, visiblemente enfadada soltó un regañina a los niños sentados en los pupitres por hacer tan mal sus deberes. Ella, era en realidad, la interventora de un partido político y las vocales y el presidente, cada vez más agitados, intentaban buscar una solución. El hombre sonriente que se encontraba en frente de ellos ya había votado. Nos enteramos de que su nombre era Rafael Buriel Duneiro. El problema consistía en que el señor Buriel había votado en la mesa en cuestión, que no correspondía con su calle. Algún conocido le advirtió del error, extrañado al verlo salir de la mesa en la que no debía votar, así que volvió para dar cuenta del malentendido. Sin embargo, su hermano Luis sí que estaba inscrito en la misma, y la vocal que repasaba la lista del censo le permitió votar al ver los mismos apellidos –que además no eran muy comunes- en el censo sin fijarse en el nombre. Alguno, en la cola musitó: “Hay que ver, qué incompetencia”.
El reproche me sentó como algo personal al recordar que yo tuve un incidente similar en las elecciones en las que me tocó estar en la mesa electoral, cuando una anciana que según mis anotaciones ya había votado se presentó allí con el sobre y tendió el carnet al presidente. Tranquilamente lo achacamos a que la vieja chocheaba y quería votar dos veces. Aunque esta misma interventora nos llamó la atención, no hubo mayor objeción. La verdad era que apenas me había concentrado en mi tarea desde que una chica en la que llevaba fijándome mucho tiempo y a la que no me había atrevido a hablarle entró en la clase, probablemente empalmando la juerga de la noche anterior con el domingo, borracha, riendo demasiado fuerte y balbuciendo de la mano de un chico. Me sentí miserable disimulando que no sabía su nombre y evitando mirar en la lista hasta que dijeron su nombre en alto.
Finalmente, la vocal propuso una lógica solución: Así como Rafael había votado en la mesa que de Luis por error, Luis votaría en la de Rafael, lo cual no alteraría nada, ya que los vocales de cada mesa anotarían los votos como si cada hermano hubiera depositado el voto en la urna adecuada. Un simple intercambio de mesas en la que ninguna tendría que declarar haber recibido un voto que no le correspondía. A Rafael le pareció una solución espléndida y dijo que se aseguraría de informar a su hermano antes de que viniera a votar, pero la interventora y los miembros de la otra mesa no aceptaron este intercambio bananero. Por fin, concluyeron que si su hermano se animaba a votar, lo haría en esta mesa y que el presidente informaría por escrito de lo ocurrido. Lo que a Buriel también le produjo una gran satisfacción, y se encaminó hacia la calle, cómo no, sonriendo a todos. Entonces, la cola comenzó a avanzar y todos pudimos votar después de que el presidente, de pie detrás del pupitre, como un buen alumno a petición de la maestra, dictara lenta y claramente nuestros nombres y apellidos al resto de la clase –las vocales- y que éstas examinaran y copiaran cuidadosamente lo dictado por el primero. Así, el presidente me dijo con cierta solemnidad: Puede usted votar.

De vuelta, me tumbé un rato en la cama y con un libro en el pecho, seleccioné aleatoriamente algunas páginas que leí y olvidé al instante. Sintiendo ya la inminencia del trabajo preparé una bolsa para el trabajo, con mi buzo limpio y el bocadillo para el descanso, dejando que la típica indolencia dominical se fuera difuminando para dejar paso al deprimente sentimiento prelaboral. El domingo por la tarde ya era lunes.

Turno de noche. Alrededor de las nueve y medía salí de casa y conduje al trabajo. Desde la autovía ví la silueta de uno de los trenes de aspecto ultramoderno recién terminado que se encontraba sobre una de las vías muertas de la estación: frontal en cuña afiladísimo y color plateado con un enorme logotipo de la empresa pegado en cada ventana. Las numerosas piezas defectuosas que montamos para no demorarnos mucho en el plazo de entrega previsto y que sostendrían –con un poco de suerte- sus vaivenes una vez que estuviera en marcha, eran invisibles a simple vista. A las seis y cuarto de la mañana, ya de vuelta a casa, dos graffitis adornaban el tren. Llovía y el tráfico era lento debido al accidente de un camión que había volcado. Las luces traseras de de los coches formaban una hilera de un kilómetro de estrellas rojas, vistas a través del cristal mojado que difuminaba sus contornos.

Desayuné olvidando consultar los resultados electorales en uno de los informativos matutinos. Mientras me ponía el pijama mi vecino bostezó sonoramente. “De oeste a este, Galicia, Asturias, Cantabria y País Vasco” había dicho. Me pregunté si, como repitieron hasta la saciedad en campaña electoral, los resultados provocarían un gran repaso autonómico. Mi hermano se levantó para ir a clase. Esperaría hasta el día siguiente para informarme de los resultados. Pero el día siguiente era en realidad el mismo día. Le deseé buenas noches y él salió de la habitación. El pálido amanecer formaba rejillas sobre la pared al trasluz de la tela de la cortinas. Cuando despertara, sería martes. Me acosté y un sueño me arrastró por un torbellino de carreteras que de pronto desapareció para dar paso a un inabarcable altiplano de pastos ralos. El aire era puro y fresco y de vez en cuando un árbol perdido se divisaba a lo lejos. Una cara aindiada decía La Pampa, decía Chaco, decía Tucumán, decía lejanía, decía dormir.

2 comments:

Anonymous said...

Cada vez que te sientas extraviado, confuso...piensa en los árboles, recuerda su manera de crecer.Recuerda que un árbol de gran copa y pocas raíces es derribado por la primera ráfaga de viento, en tanto que un árbol con muchas raíces y poca copa a duras penas deja circular su savia.
Raíces y copa han de tener la misma medida, has de estar en las cosas y sobre ellas; sólo así al llegar la estación apropiada podrás cubrirte de flores y de frutos.
Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cual recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar; sientate y aguarda...respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga, aguarda y aguarda más aún...quédate quieto,en silencio,y escucha a tu corazón...Y cuando te hable,levántate y ve donde él te lleve.
((Q¿Q))
(autor:Susana Tamaro)
(V´a dove ti porta il cuore)
(Donde el corazón te lleve)

Anonymous said...

Hay algunos errores de repetición de preposiciones...na, la proxima será mejor :P
arpia